Coleccionistas y aficionados internacionales al arte han llegado estos días a la ciudad. Los motivos están más que justificados.
A San Sebastián siempre hay que ir, y ahora con más motivo. Coinciden allí dos eventos artísticos importantes: tanto que han generado interés entre coleccionistas y aficionados internacionales al arte que estos días han llegado a la ciudad. En primer lugar está la primera exposición de un artista que no es Chillida en el caserío de Zabalaga, a unos pocos kilómetros de la ciudad: que Chillida Leku acoja las obras de Antoni Tàpies ya es una conjunción dentro de la conjunción. Pero además tenemos Hondalea, el monumental site specific que ha realizado la escultora Cristina Iglesiasdentro de una casa de farero en la isla de Santa Clara, y que solo unos pocos (y previsores) afortunados pueden visitar de momento. Además de esto, Cy Schnabel, comisario y galerista, hijo del pintor y cineasta Julian Schnabel, ha inaugurado su segunda exposición en Villa Magdalena, la preciosa casa donostiarra de su familia. Parece mucho, pero ni siquiera es todo. Viajemos a la capital guipuzcoana para comprobarlo.
Primera parada. Tàpies en Chillida Leku.
De la última vez que estuve en Chillida Leku hace dos años, cuando se reinauguró tras la última reforma. Entonces Mireia Massagué, la actual directora del museo dedicado al escultor Eduardo Chillida en el pueblo de Hernani, me aseguró que algún día no muy lejano empezarían a exponer allí a otros artistas. Y yo desconfié. Porque ese lugar, el caserío de Zabalaga, lo compró y modeló el artista a su imagen y semejanza hace casi cuatro décadas para después abrirlo al público en el 2000 (dos años antes de fallecer). Es una más de sus obras y costaba imaginar que contuviera cuadros o esculturas firmadas por nadie más. Claro que en otro sentido el plan sí tenía cierta lógica ahora que Hauser & Wirth, una de las galerías más poderosas del mundo, empezaba a representar el legado de Chillida y había invertido una cantidad de fondos considerable (pero no desvelada) en poner Chillida Leku al día.
Tàpies en Zabalaga, la exposición que allí acaba de inaugurarse, es un movimiento inteligente por varios motivos. El primero es que cumple aquella previsión que entonces resultaba tan inverosímil. El segundo, que no lo hace de una forma obvia, ya que el legado de Antoni Tàpies (artista fallecido en 2012) no está de momento en la nómina de Hauser & Wirth. Todavía hay una tercera razón: existen vínculos entre los dos creadores, que compartieron sintonía personal y también un interés particular por un material, la tierra chamota, del que extrajeron resultados muy distintos. Y, si apuramos, aún una cuarta que las engloba todas: la operación ha salido bien, y confirma que, en efecto, hay en Chillida Leku vida más allá de Chillida.
Mireia Massagué y Mikel Chillida, nieto del escultor, me hacen de guía por la exposición de diecisiete piezas (la mayoría creadas por el artista catalán en la década de los ochenta, muchas pertenecientes a la Fundación Tàpies y otras a colecciones privadas) que ocupa el segundo piso del caserío. Comienza en la escultura de una gigantesca zapatilla con los signos y letras grabados característicos de su autor y termina con unos nichos de cemento pintados con grafitis en la trasera. Es decir, que abrimos “con el Tàpies más gamberro” (en palabras de Massagué) y cerramos con una solemnidad casi fúnebre. Entre medias, cuadros y murales llenos de fuerza matérica, objetos cotidianos fosilizados en bronce o trabajos editoriales junto a los poetas Joan Brossa, Rafael Alberti y Jacques Dupin que culminan con el homenaje bibliófilo de la escultura Llibre I, un enorme libro fundido en bronce y dotado de oreja, un libro que escucha, pues. Otra de las piezas destacadas es Huella de cesta sobre ropa, pintura de gran formato de 1980 que actualmente pertenece a la valenciana Fundación Hortensia Herrero pero que en su día atesoró el propio Eduardo Chillida. “Estaba en la casa de los aitonas (abuelos) en el monte Igueldo”, me explica Mikel. “Así que traerlo ahora, aunque sea en préstamo, ha sido como hacerlo volver a casa”.
Muchas de estas obras incluyen la chamota entre sus materiales. Ese barro denso y resistente, resultado de pulverizar ladrillos o tejas, lo descubrió Chillida de Joan Miró, y gracias al primero lo encontró a su vez Tàpies. Su uso une a los tres artistas en una cadena que además hace de hilo conductor de la nueva exposición. “Es muy reconfortante que el primer artista distinto de Eduardo que exponga aquí aquí sea Tàpies”, asegura muy convencido Mikel Chillida. Pronto viajará a la sede de Hauser & Wirth en Somerset (Reino Unido), donde el 25 de junio se inaugura otra exposición, esta vez dedicada a su abuelo.
Después, mientras comemos frente a una de las campas jalonadas de esculturas, hablamos del siguiente tramo de mi viaje, que me llevará hasta la obra que ha realizado Cristina Iglesias en el interior de la casa del farero en la isla de Santa Clara, en mitad de la bahía de La Concha. Un trabajo que ha recibido alabanzas pero también ha suscitado polémicas tanto entre asociaciones ecologistas como desde el propio sector artístico. “Pero también las hubo cuando mi aitona puso El Peine del viento en la playa de Ondarreta”, recuerda Mikel. “De hecho tuvo tantas críticas que, aunque se instaló en los años setenta, no hubo inauguración oficial hasta 1997. Y ahora nadie la discute. Hay que dar tiempo a las cosas: pasada la novedad, seguro que la obra de Cristina Iglesias también se ve de otra forma”.
Segunda parada. Hondalea, de Cristina Iglesias, en la isla de Santa Clara.
Hondalea (“abismo marino”, en euskera), la obra en cuestión, sí que ha tenido su inauguración oficial poco después de instalarse en la isla de Santa Clara. Con todas las autoridades de rigor. Y no le han faltado visitantes ilustres como Norman y Elena Foster.
Desde el principio se ha dicho mucho sobre ella, a favor y en contra. Lo segundo se centra en el posible impacto mediambiental y en su coste para el ayuntamiento que, entre obra civil y la producción de la obra, asciende a unos cuatro millones y medio de euros, IVA incluido. La artista ha donado sus honorarios, con lo que esta partida se ha ahorrado del presupuesto. Luego se ha hablado mucho de todas las toneladas de bronce trasladadas en helicóptero y ensambladas in situ, de los litros del circuito cerrado de agua de su tramoya, de las jornadas de trabajo y de las propias dimensiones del artefacto, como si en lugar de una instalación aquello fuera la Cleopatra de Mankiewicz, así que tampoco hay motivo para repetirlo.
Digamos en cambio que antes de verla yo pensaba una serie de cosas sobre ella, y sigo pensándolas después. Sobre todo, que no parece muy cuestionable que una artista donostiarra actual y reconocida internacionalmente conforme una especie de eje con otras dos obras emblemáticas en el espacio público, las de Chillida (El peine del viento) y Oteiza (Construcción Vacía), en ambos extremos de la misma bahía.
Eje que se prolonga hacia el este con la Paloma de la Paz de Néstor Basterretxea, que por cierto suele dejarse de lado en esta ecuación. Dice la propia Iglesias que la pieza se inicia realmente en el puerto de la ciudad, cuando te montas en el barco que te lleva hasta ella. Y se entiende que haga hincapié en esto, que por otra parte es absolutamente cierto. Para llegar hasta Hondalea hay que emprender un viaje que comienza con un breve trayecto acuático hacia la isla de Santa Clara en el que te sientes como si fueras en la barca de Caronte hacia la isla de los muertos del cuadro de Böcklin (aunque el barquero donostiarra sea una pequeña empresa llamada Aitona Julián, que lleva tres generaciones realizando esa misma ruta), y eso no ocurre todos los días.
Una vez allí se percibe claramente que se ha operado una transformación en el lugar, un islote al que los donostiarras solían acudir tradicionalmente durante los meses de verano (“la temporada de playas”) sin pasar de su estricto litoral arenoso. Y es esa capacidad transformativa del entorno lo que más hay que alabar del trabajo de Iglesias. La ascensión hacia la antigua casa del farero donde está instalada (casa en desuso desde la automatización del faro en 1968) tiene algo de peregrinación religiosa. Y, cuando al fin entramos en la casa, iluminada con luz natural tamizada por planchas de alabastro blanco, asistimos un ejercicio algo teatral de mímesis de la naturaleza, a través de un falso abismo de bronce azotado por unas mareas que son en realidad un dispositivo mecánico que expele agua contenida en unos depósitos: pero esa es solo una pieza de todo este conjunto que es mayor que la propia obra y es al mismo tiempo la obra en sí. Ese conjunto conformado por un espacio natural intensificado donde todo lo que ya estaba ahí –la fuerza del mar, su olor y su sonido cambiante, la playa, la costa rocosa, la vegetación, las gaviotas anidando, el propio faro y la casa anexa- cobra aún más fuerza gracias a una acción artística.
Hay que ver Hondalea para percibir adecuadamente todo esto. El único inconveniente es que se necesita reserva previa, que son pocas las plazas disponibles cada día y que de momento está todo completo hasta bien entrado agosto.
Tercera parada. Villa Magdalena con Cy Schnabel.
A Cy la pandemia le cambió la vida. “Yo estaba trabajando para mi hermano Vito en Nueva York”, me cuenta bajo la pérgola con glicinias que adorna su casa. “Y decidí tomarme seis días de vacaciones para volver a San Sebastián, cosa que a él le enfadó muchísimo. Pero eso era en marzo de 2020, y mientras estaba aquí llegó el confinamiento, así que me quedé seis meses, y ese tiempo me sirvió para cambiar de rumbo. Si no hubiera sido por el covid, yo ahora estaría trabajando para mi hermano mayor, el galerista”.
Cy es Cy Schnabel, el hijo del pintor Julian Schnabel y la diseñadora y modelo donostiarra Olatz López Garmendia. Y Vito es su hermano (por parte de padre) Vito Schnabel, quizá el joven comerciante de arte más conocido del mundo gracias a su difundido perfil social. Cy y yo tomamos café en Villa Magdalena, la casa familiar –justo al lado del funicular que asciende hasta la cima del Igueldo- que él ha convertido en galería, siguiendo los pasos de su hermano, pero con un enfoque muy distinto.
A Villa Magdalena solo puede accederse con cita previa, pero hacerlo merece la pena. En la parte inferior, una estancia de paredes cubiertas de musgo que servía de estudio a su padre (“aquí pintó algunos de sus cuadros, como un retrato de otro artista, Albert Oehlen, del que es muy amigo”), es su sala de exposiciones, y ahora la ocupan los cuadros y dibujos de Mie Yim, pintora coreana residente en Nueva York. Son unas obras entre lo figurativo y lo abstracto, lo orgánico y lo monstruoso, que se integran muy bien en ese espacio ya bastante orgánico de por sí gracias a la vegetación húmeda que asciende por sus muros.
Curiosamente, en todo esto pueden verse paralelismos con lo que ocurría en la instalación de Cristina Iglesias. “Es verdad”, coincide Cy mientras recorremos las escaleras de piedra que llevan hacia las dependencias habitables de la vivienda. “La gente puede venir a ver el arte que expongo, pero acaba llevándose una experiencia más completa”. Durante esa experiencia sigues viendo arte en las habitaciones, pero también puedes admirar las vistas a la bahía, y el interiorismo tan exquisito como poco pretencioso que en su día eligieron sus padres para la casa donostiarra: baldosas marroquíes blancas y negras y sillas francesas de iglesia para la cocina, sillones de cuero desgastado para la sala de estar, paredes encaladas y alguna joya de artesanía aquí y allá.
“Además en este lugar tengo la tranquilidad que necesito para escribir”, me explica. “Nueva York es una ciudad muy egocéntrica y con demasiada actividad, y allí no habría podido dedicarme a mi otro proyecto, que es investigar y preparar un dossier para una exposición antológica que quiero dedicar a mi tío materno, el pintor Alejandro Garmendia”. Su objetivo es dar a conocer a Garmendia ante un público internacional. Fallecido en 2017, en su día expuso en el Museo Reina Sofía y también en galerías de los Estados Unidos o Francia, pero hoy es una figura algo olvidada que a él le gustaría recuperar. En cuanto a la casa, los planes pasan por convertirla en un punto de encuentro, celebrar eventos artísticos aprovechando su terraza y su jardín, y quizá también hacer de ella una residencia de artistas.
Lo que no evita que en otro momento quizá se plantee un futuro como el de Vito, quien también empezó impulsando proyectos más alternativos y hoy tiene una galería a la antigua usanza con dos sedes, una en Nueva York y otra en la estación de esquí suiza de St. Moritz. “Él ya es un blue chip. Yo lo que quiero hacer de momento es aportar mi experiencia internacional a la escena de San Sebastián, donde no hay mucha gente joven con nuevos proyectos”.
En efecto, subir a Villa Magdalena es una experiencia.
…y un recorrido artístico por San Sebastián.
Aportemos a este viaje algunos interesantes extras. Para empezar, lo cierto es que sí hay alguna otra iniciativa artística joven en la ciudad. Como la galería Cibrián, que abrieron Gregorio Cibrián y Martin Lahitete frente a la playa de La Concha pero que en septiembre se trasladará a un local más amplio del barrio de Gros. Antes, en julio, les espera su primer ARCO: participarán en la sección Opening con un proyecto de dos artistas, Esther Gatón y José Ramón Amondarain.
El guipuzcoano Amondarain es también el protagonista de una fantástica retrospectiva en la sala Kubo Kutxa, ubicada en el palacio Kursaaldiseñado por el arquitecto Rafael Moneo, que no tiene desperdicio y por eso ha terminado convirtiéndose en uno de los mejores encuentros de este viaje donostiarra. El pintor y escultor contempla el mundo del arte desde una visión vitriólica, incluyendo los grandes nombres del siglo XX pero también, más veladamente, algunos de sus compañeros de generación. Y tampoco duda en aplicar esa misma ironía sobre sí mismo, cuestionando el propio concepto de retrospectiva. Bravo.
Tampoco hay que perderse la nueva muestra que presenta Tabakalera: a partir de la figura del compositor Mikel Laboa, reflexiona sobre lenguaje, folklore y poder gracias a la obra de artistas locales e internacionales como Txomin Badiola, Itizar Okariz o Lawrence Abu Handam. El museo San Telmo, por su parte, dedica a Hondalea una sala divulgativa en la que Cristina Iglesias expone piezas preparatorias de la instalación y un vídeo con imágenes de la naturaleza que la ha inspirado y música de su hermano Alberto Iglesias. Si aún queda tiempo, visitar los lienzos de Sert en la iglesia del museo es algo que nunca debe dejar de hacerse. Por fin, aunque más modesta, la sala del Instituto de Arquitectura de Euskadi, con una exposición sobre la diseñadora y arquitecta pionera Eileen Gray, es otro de los pasos recomendables en este itinerario.
El encuentro entre Chillida y Tàpies, el abismo de Cristina Iglesias y la villa de Cy Schnabel: viaje con arte a San Sebastián en tres paradas y algunos extras
Ianko López, Vanity Fair, 13 de junio, 2021
DESCARGAR PDF